Aunque pueda parecer lo contrario por ciertos comentarios poco favorables sobre el medio volcados en este blog, me gusta la televisión. No toda, obviamente, y tampoco de un modo compulsivo (las jornadas de 24 horas no alcanzan para tanto, qué más quisiera yo), pero reconozco que busco diariamente mi ración de tele y que, si no paso más tiempo delante de este aparato, no es porque lo juzgue una pérdida de tiempo (al contrario, sé que podría tirarme un día entero delante de la pantalla sin aburrirme en absoluto), sino precisamente, porque resulta incompatible su disfrute, por ejemplo, con la lectura de un buen libro. Y tengo tendencia hacia lo segundo.
Para cualquier persona con un mínimo de curiosidad por las cosas de la vida, la tele le puede proporcionar más material del que literalmente es capaz de digerir. Hasta la mala televisión por su propia horripilancia- es capaz de mantenernos enganchados, siquiera unos minutos, como esos programas en los que un grupo de personas con pinta de actores malos con el presupuesto que manejan las productoras hay que pensar que son reales- nos cuentan sus miserias, o como en esos otros espacios descubre-talentos (sic) en los que el pico de audiencia llega cuando un estrafalario personaje destroza una canción, pongamos por caso, de Mariah Carey.
En alguna ocasión creo que he confesado aquí mi debilidad por algunos programas de entretenimiento, tipo El intermedio o Buenafuente y, pese a su deriva sensacionalista, procuro ver al día entre dos y tres informativos, a ser posible, y por mera profilaxis mental, variando el canal que los emite. Durante una época, en realidad, desde mi niñez hasta hace relativamente poco, fui seguidor de teleseries, casi todas norteamericanas (del Superagente 86 a Murphy Brown pasando por Canción triste de Hill Street,- que están incorporadas a mi bagaje emocional como hijo ya de la generación de la tele en color. Sí, yo también jugué a acertar la marca del anuncio con sólo ver y escuchar los primeros compases del mismo. Y era realmente bueno.
Y no crean, me ha costado desprenderme de este hábito. Corro el peligro de engancharme, y no estoy dispuesto a volver a pasarme tres meses suspirando por ver cómo sigue si serie favorita, mientras los de Fox y Cuatro se frotan las manos. Vale, con 'House' no he podido resistirme.
Ahora bien, donde no he picado casi nunca es con la ficción española. Algo tienen las series patrias que me repele. Su exceso de costumbrismo, la sobredosis de humor chabacano que utilizan, o el mimetismo barato que ejecutan de sus pares norteamericanas las sitúan muy por debajo de sus pretensiones. Pese a que las producciones españolas arrasan entre la audiencia, obligando a los nuevos canales que venían acompañados de una nutrida incorporación de brillantes series estadounidenses-, a crear sus propios y patrios productos, la ficción nacional raramente recuerdo ahora mismo como excepciones la magnífica Los simuladores, que Cuatro retiró por su escaso seguimiento, la meritoria 'Cuéntame' y la también exitosa, Camera Café- ha alcanzado los estándares de calidad mínimos deseables.
Incluso cuando cuentan con buenos actores, como ocurre con frecuencia, percibimos en estos la sensación de estar de paso; los guiones, tanto en la comedia como en el drama, tienden a ser previsibles, abundando en argumentos manidos, situaciones arquetípicas generalmente copiadas de sus hermanas americanas- y chistes fáciles véase para estos casos Escenas de matrimonio o Yo soy Bea. Si a esto le sumamos cierta incapacidad para darse cuenta de las propias limitaciones, visible sobre todo en aquellas series de acción en las que una persecución, un accidente automovilístico o una explosión se cruzan por el camino, el resultado es bastante decepcionante.
Durante algún tiempo llegué a la conclusión de que esto tenía que ser así de por vida. Que era un rasgo de algo así como nuestro carácter nacional (de ahí lo de españolada). Después comprobé que si el cine español había sido capaz de producir en los últimos tiempos, aunque con cuentagotas, obras preñadas de talento se me vienen a la cabeza pelis como Tesis, Los sin nombre, En la ciudad sin límites, Los lunes al sol o Smoking room- con la televisión habría de pasar tres cuartos de lo mismo. Y quiero pensar que estamos en el camino y que el mismo talento que hace que existan programas inteligentes y reportajes brillantes firmados por profesionales españoles, necesariamente habrá de conducir a la ficción nacional a alcanzar cotas más altas de calidad. En este sentido, coincido con lo que señala El guionista hastiado en un momento de su excelente análisis sobre los factores que constituyen la particular seña de identidad de la mayoría de nuestras series. Cuando señala: Quizá nos vendría bien intentar que los juicios de valor sobre nuestros productos hicieran hincapié también en los aspectos positivos y los aciertos que han sobrevivido a tantas dificultades y barreras, en vez de llenarnos las bocas de bilis hablando sólo de los errores, las cosas hechas con prisa y las meteduras de pata recurrentes.
Es decir, apuntar en la buena dirección más que ensañarse con los consabidos y reiterados patinazos. Aunque, claro, como sabe muy bien Pérez de Albéniz, esto entretiene mucho menos, y es mucho más peor para la úlcera.
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