QUIEN NOS IBA A DECIR HACE UNOS AÑOS QUE LAS LARGAS COLAS QUE HACEN MILES DE JÓVENES Y NO TAN JÓVENES ANTE AUDITORIOS, PALACIOS DE CONGRESOS, POLIDEPORTIVOS O TEATROS, SE CONVERTIRÍAN EN PECULIAR LIMBO DE APENAS UNAS HORAS ANTES DE SABER SU DESTINO FINAL ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO.
¿Quien da la vez?
Hombre, como divisa mola más la de la legión, Vencer o Morir, quizá también porque se trata de un cuerpo militar de élite y la muerte siempre ha sido compañera de fatigas de los legionarios, a la par que novia pesada, con la que hay que quedar todos los días y que la tarde que le da por echar un casquete, en lugar de terminar el acto gritando ¡Toma Geroma!, finiquita uno con un ¡Múerome!, en plan asturiano.
Pero a lo que vamos, la divisa a la que me refiero es aquella por la que se rigen todo ese gentío que puebla los casting de los más variados programas de televisión que pululan por las diversas cadenas patrias. Si el pulgar del prócer que las juzga apunta hacia arriba, sus vidas cambiarán radicalmente pues, gracias a unas supuestas expectativas de futuros éxitos, se abren ante ellas un sin fin de parabienes, de prestigio, los clásicos quince minutos de fama...
Pasar una eliminatoria en cualquiera de estos programas aumenta el estatus social, tanto a nivel de instituto (lo que más), como el familiar (anda que no rabia la tía Enriqueta, que a su Paquillo no le dejaron ni entrar de lo feo que era el hijoputa), incluso en el trabajo, donde el típico mascachapas que canta como un cuervo y sabe Dios cómo logró pasar la primera pantalla del OT Game, le advierte al jefe de taller que si vuelve a gritar lo manda donde picó el pollo, ya que a los hechos se remite, y se puede dedicar a ganarse los crispis gracias a sus extraordinarias cualidades canoras. Qué cosas.
Si embargo, si el pulgar del prócer apunta hacia abajo, ¡Madre del amor hermous! Entonces es el acabose. Los sueños de toda una vida (a pesar de tener la mayoría de los casos entre 16 y 25 años) a tomar por el ano. Incluso a tomar por culo si salen muy cabreados. Todas esas horas haciendo cola, meses preparando el casting, con dos mil tíos de competencia, como si se tratase de una oposición de abogado del estado, solo que en lugar de partirse los cuernos durante años a base de trabajo, los angelitos esperan que por pegar dos saltos tipo Leroy o cantar medianamente bien una copla en el inglés de Toro Sentado después de siete aguas de fuego, pues ya están preparados para triunfar, Y como lógicamente, el noventa y nueve por cierto no lo consigue, cuando llega la hora de la verdad, los pobres se derrumban.
Se consideran fracasados y quieren morirse. Y todo porque un día (bueno, ciertamente desde que el mundo es mundo) la peña quiere conseguir el éxito con el mínimo esfuerzo, y si encima no lo consigue, les da un jay. Quizá, muchas veces sucede, su propio fracaso es un reflejo del fracaso de sus progenitores, que pensaban que aquella niña que cantaba tan bien durante las visitas familiares los retiraría del viejo laboro, y de la noche a la mañana se ven de nuevo levantándose a las cinco de la mañana para ganarse el pan, y la niña echando el currículum al Mercadona de su barrio.
En fin, parece que hoy en día nos preparan exclusivamente para el éxito, sólo importa el triunfo (en todos los programas los concursantes siempre gritan: ¡Yo soy un ganador nato! ¡No me gusta perder ni a las chapas!) ya que el fracaso es la enfermedad de los perdedores, mal visto socialmente, y cuyos estigmas, grabados a fuego ante audiencias millonarias, afloran dolorosamente en sus extremidades cada vez que aquel compañero de fila, que no le llegaba a la suela de sus plataformas, hace una nueva gala.
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