Los héroes no son siempre seres ejemplares. Los antihéroes comparten virtudes y defectos por igual, como cualquiera de nosotros, sólo que en grado extraordinario. Y entre ellos, el Doctor House,brillante nefrólogo, virtuoso músico, drogadicto y misántropo irreductible es especialmente extraordinario.
En este mundo hay algunas personas, no muchas, que destacan por su valentía y su arrojo. Son capaces de vencer obstáculos, sortear inconvenientes, padecer sufrimientos y penurias, únicamente armados con una fuerza interna parecida a la fe, algo parecido a una convicción sin límites. Normalmente, los llamamos héroes y suelen encarnarse en líderes de su tiempo, a lo Nelson Mandela o Rosa Parks. A veces son héroes cotidianos que adoptan la forma del camarero que abre el bar donde desayunas todos los días a las seis de la mañana o de esa mujer que cruza todo un océano y trabaja limpiando tu casa para que sus hijos puedan ir a la universidad. Sin embargo, la mayoría nos conformamos con subsistir y llevar una existencia mínimamente coherente con aquello que consideramos ético o las más de las veces no demasiado intolerable. Y aunque Rudyard Kipling nos atormente con aquello de si puedes conservar la cabeza cuando todos la pierden y te echan la culpa, generalmente todos pertenecemos al gremio de los gregarios, que tratamos de hacer lo que se espera razonablemente de nosotros y no ser abandonados por la manada. Todos menos House.
El Doctor Gregory House forma parte de ese reducido grupo de (anti)héroes que, por el simple hecho de poseer un código ético propio, sin concesiones a la corrección política, deja tras de sí un rastro de contradicciones al que el común de los mortales no nos podemos sustraer. No son ni muchísimo menos ejemplares al modo de Mandela o Parks pero, a su manera, constituyen todo un ejemplo. El hecho de que estos antagonistas vocacionales elijan siempre la opción más inverosímil y arriesgada a cada dilema moral que sale a su paso, no hace sino añadirles una aureola de magnético atractivo para quienes jamás llegaríamos a tanto. Porque, ¿qué otra cosa es un médico que resuelve los casos clínicos más difíciles usando el método inductivo convenientemente aprovisionado de Vicodina; que acorrala a sus pacientes en interrogatorios despiadados hasta que acaban pensando que la enfermedad que los trajo al hospital es el menor de sus problemas; que defiende el allanamiento de morada como una forma más de recabar datos sobre el historial médico de cualquier pobre diablo que ha tenido la desgracia de caer en sus manos? Es el positivo de nuestra aburrida foto cotidiana. Es un triunfador irremediablemente asido a la amarga derrota. Es el irresistiblemente encantador ángel caído.
Al igual que el Sam Spade de la novela negra americana, House contempla la realidad desde un cínico escepticismo lo suficientemente distante para no establecer empatía alguna con sus pacientes. ¿Para qué ponerse en la piel del otro si uno puede inducirle un coma y ganar tiempo? La impertinencia de la que hace gala, más allá de una estudiada pose o un mecanismo de defensa, no deja de ser la tarjeta de presentación de quien no considera relevante incluir los sentimientos de los demás entre sus prioridades. ¿Quién no ha fantaseado con andar por este mundo sin tener que preocuparse por lo que pueda pensar el jefe, la parienta, la madre, a cada momento; con señorear este mundo inhóspito sin sentir que más tarde o más temprano tendremos que rendir cuentas? Su desapego a las normas es proverbial cuando no su enfrentamiento directo con los encargados de velar por ellas, ya sea la directora del Hospital, la policía o simplemente algún compañero más escrupuloso. Así, House se maneja entre una misantropía calculada, que no artificial, y que abarca tanto a hombres como a reglas, y un complicado mundo interior en el que las mujeres y la música parecen constituir pilares fundamentales, no necesariamente por ese orden. Y digo que lo parecen porque tampoco lo podemos saber a ciencia cierta, impenetrables como son los recovecos más íntimos de este trasunto de Sherlock Holmes, que a falta de Watson tiene un Wilson. Aunque intuyamos que, muy en el fondo, algún noble propósito debe guiar los pasos de este Lancelot, como a Lou Reed, es el lado salvaje el que realmente nos pone. En cierto modo, conecta con el Algernon de Wilde en La importancia de llamarse Ernesto por su visión despreocupada del mundo y las convenciones sociales. Bueno, por eso y por su bunburear constante.
Sucede en definitiva con este tipo de personajes que nos gustaría ser como ellos pero no nos atrevemos. Y aunque ni en broma quisiéramos encontrarlo en la próxima visita al hospital, deseábamos con todas nuestras fuerzas que se asomara por nuestra pantalla. Porque para eso está la televisión, para poder vivir las vidas de otros. No será un team-builder, como bien saben Cameron, Chase y Foreman; nunca le darán la Medalla al Mérito del Trabajo ni tan siquiera será el empleado del mes, pero, con equipo o sin equipo, House es el mejor. Por favor, no te vuelvas a ir nunca. Ya no trago más a Antonio Alcántara. A mí denme un héroe de verdad.
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