Espectros, apariciones, daimones, presencias, espíritus... fantasmas. Todos ellos reflejo del humano temor a la muerte, por lo tanto, todos verdaderos en cierta medida. ¿Quién no se ha sentido observado en plena noche y al despertar se ha enfrentado directamente con la sombra?. Son muchos los escritores que se han asomado a esas zonas oscuras para desvelar lo que hasta ese momento permanecía oculto. En esas ocasiones el acto de escribir se transforma en una sesión de espiritismo y la lectura en una suerte de misa negra. Los Infames les proponemos que cojan su vela y bajen con nosotros a la cripta.
Margaret Oliphant
'Por fuerza tiene que ser una puta…'. Sólo el hecho de que el tópico sobre las mujeres artistas recogido por el bueno de Flaubert se hubiera popularizado podría hacer comprensible el que Margaret Oliphant haya sido hasta hace escasos años una absoluta desconocida, (eso en Inglaterra, porque lo que es aquí, en el solar patrio, la situación no ha variado sustancialmente a pesar de que Valdemar publicara hace unos años la maravillosa «La puerta abierta»), a pesar de ser la autora de un pequeño ramillete de obras maestras dentro del género de la 'ghost story' victoriana.
Tal vez, en ese desconocimiento, tuvo mucho que ver las desafortunadas circunstancias que hicieron que esta buena dama tuviera que sustentar con su pluma a su propia familia tras la muerte de su marido (para los amantes de la anécdota: el diseñador Frank Oliphant) y a las de sus hermanos, alguno con una preocupante querencia por la botella... Esta 'serie de catastróficas desdichas' están apuntadas entre líneas en las primeras páginas de 'Lady Mary' (El Nadir), una obra que es lo que promete su subtítulo: una historia de lo visible y lo invisible, o de como superar ese abismo que separa a los que todavía estamos aquí de las sombras de los que un día nos acompañaron. Sí, aquí hay una mansión encantada, un alma en pena en busca de descanso eterno y hasta una desamparada huerfanita que no ha conocido varón.... Pero, por encima de todo, una escritora que releyó en un género altamente codificado la posibilidad de crear una obra profunda y delicada a un mismo tiempo y supo envolverla en una atmósfera tan inquietante como poética. Nunca leerán una historia de fantasmas tan… humana. Una obra fantástica (en todos los sentidos de la palabra).
Fantasma de sábana y calavera... ¡Miedo!
Durante el siglo XIX son muchos los que entregaron su pluma a fuerzas del más allá (Sheridan Le Fanu, Henry James, Elizabeth Braddon, etc.) hasta lograr la depuración alcanzada por M.R. James, maestro absoluto de las apariciones sobrenaturales por escrito. Esa proliferación es la que está tras la broma de Thomas Love Peacock 'Abadía Pesadilla' (El Olivo Azul), una parodia de la época protagonizada por una suerte de Don Quijote romántico llamado Lugubrino. Algún quisquilloso podrá objetar que no hay fantasmas en este libro. Hombre… haberlos, 'haylos', pero estos en realidad tienen nombres que seguro sonarán a muchos de nuestros lectores: Coleridge, Shelley, Byron… Ya en la época se reían de los góticos, no se crean ustedes que son los únicos en hacerlo.
Es curioso, pero siempre que hablamos de historias de fantasmas evocamos el mismo espacio victoriano... De hecho, parece que muchas de estas obras deban disfrutarse al calor de la lumbre, arrellanados en un sillón orejero mientras apuramos una copa de oporto. O tal vez no... y apunto la posibilidad de que esto no sea así, porque servidor ha disfrutado de estas obras en un ambiente totalmente contrario al evocado anteriormente (no todos tenemos un título nobiliario, no se crean) y de la misma manera las novelas de fantasmas no tienen necesariamente que transcurrir en criptas secretas o entre árboles ululantes. Prueba de ello es la extraordinaria novela del inglés Rupert Thomson 'Muerte de una asesina' (Mondadori), por la que transita el fantasma de Myra Hindley, asesina ocasional e icono pop a tiempo completo por obra y gracia de los Smiths, que le dedicaron una de sus canciones más polémicas (y esto, en el caso del bocazas de Mozzer, ya es decir…). Rodrigo Fresán tenía razón. Otra vez.
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