Mi vida en 20 m²

TOKIO.-  Vivo en Tokio, una ciudad de la que siempre me preguntan el número de habitantes y yo digo que muchos millones que salen todos a la calle a la vez que yo. Aquí hay de todo lo imaginable y mucho más de lo contrario. No se me ocurre nada que no se pueda hacer: desde jugar al golf en una planta de dos cifras de altura en un rascacielos, hasta zamparse un pez que todavía está vivo y boqueando.

OSKAR DÍAZ

Tokio es ese lugar en el que viven muchas personas.

A los tokiotas no creo que les haya importado mucho que los de la guía Michelín se hayan fijado en esta ciudad, porque no les hace falta que vengan unos franceses a darles estrellitas para saber que aquí se puede comer de todo y de calidad. No es extraño ver restaurantes italianos, españoles, argentinos, e incluso franceses regentados por japoneses con mucha maña y saber hacer, tanto en los fogones como en la caja registradora.

Pero todo esto, lo de estar rodeado de tanto y tan variado, pierde interés cuando uno da la vuelta a la llave y entra en casa. Porque en nuestra fortaleza es donde somos nosotros mismos con nuestras cosas, y de puertas para adentro importa muy poco lo que haya de puertas para afuera.

Mi piso tiene uno o dos metros cuadrados más de veinte, la mayoría de los cuales están en una sola habitación. Es decir: entro, me quito los zapatos —uno sigue estando en Japón aun dentro de casa—, y al pasar entre la lavadora y la nevera, me planto en la cocina. No es que haya un pasillo por el medio, sino que la puerta de la calle da a una cocina con dos fuegos, un fregadero y dos armarios.

No hay una mesa, ni espacio para ella. Esto significa que si uno ha fregado los platos, más vale secarlos y quitarlos de ahí para poder cortar los pimientos. No es raro usar el suelo como mesa provisional cuando se cocina algo medianamente complicado que requiera algo de espacio. Todavía recuerdo la paella aquella que eché a perder pisándola con el pie y, encima, haciéndome una herida al clavarme un langostino.

Enana pero fácil de limpiar

Justo a la derecha de los dos fuegos hay una puerta que da a un baño donde absolutamente todo es de plástico: desde la taza del váter hasta la bañera pasando por el lavabo, el techo y el suelo. Feo como él sólo, pero práctico a más no poder. El suelo nunca está frío, nunca resbala y basta darle un manguerazo con la ducha apuntando a todos los lados para limpiarlo. A lo gato, sí, pero menos es nada.

Habíamos quedado en que estábamos en una cocina diminuta con una puerta que da a un baño, pues si salimos de éste y miramos a la izquierda, veremos una puerta corredera que nos oculta una habitación. Es muy luminosa, tiene tres ventanales que me achicharran en verano y me congelan en invierno. No hay persianas, sólo unas cortinas me separan del sol mañanero, que en este país se despierta a las cinco de la mañana. Resulta que tengo dos cortinas porque las primeras que compré no lograban tapar la claridad.

En una esquina hay dos futones en el suelo. Uno se acostumbra rápido a dormir ahí tirado, y tengo que decir que en dos años no me ha dolido la espalda ni una sola vez. Y es que mi vida dentro de casa es muy arrastrada: todo se hace tirado en el suelo. Desayuno, como, ceno, estudio y uso el ordenador sentado en un sofá sin patas que apenas me eleva un palmo. Y tan a gusto.

Pasar la aspiradora o limpiar la casa es cuestión de cinco minutos, y es prácticamente imposible perder algo porque siempre aparece, y es que no hay muchos sitios donde pueda estar: o en el armario o por algún rincón de la habitación.

Un espacio en el que resulta difícil discutir

La cosa se complicaría si no viviese solo, porque eso de dar un portazo e irse a dormir al sofá aquí perdería mucho glamour. No hay puerta que golpear, y el sofá está a medio metro del futón. Como mucho se daría un 'corrediorazo' a la puerta corredera y a dormir en la bañera de plástico.

Tampoco se podrían hacer dos cosas a la vez: si uno quiere dormir, el otro tiene que dormir o irse de casa. Vamos, que no me imagino la convivencia en mi casa.

Decir que todos los solteros de Tokio vivimos igual sería dármelas de listo, pero sí que puedo contar que las tres casas en las que he estado de tres amigos que viven solos en Tokio son hasta más pequeñas. Hasta donde yo sé, con un sueldo medio, gastarse alrededor de 100.000 yenes en un alquiler y vivir en un barrio más o menos céntrico significa que no se va a pasar del par de decenas de metros de dos dimensiones. A medida que nos alejamos, la cosa cambia. Por ejemplo, un matrimonio de españoles que vive a casi una hora de tren de mi casa, tiene un piso con dos habitaciones, salón y cocina en condiciones.

Quizá, lo que más abunda por estos lares son casas unifamiliares prefabricadas que suelen tener dos pisos, un pequeñísimo jardincillo y garaje. En cierta manera, recuerdan a nuestros chalets, pero en pequeñito y con aspecto como de plexiglás, como de mentira. No las veremos cerca de las estaciones, pero si uno se adentra un poco más por las entrañas de Tokio, seguro que se topará de frente con barriadas con este tipo de viviendas.

Mientras siga viviendo solo, tengo que decir que me encantan los veinte metros cuadrados que me han tocado de Tokio, y no siento en absoluto ninguna necesidad de tener una casa más grande. Eso sí, desde lo de la paella, siento una punzada en el pie y mis ojos se van al suelo en cuanto entro a una cocina. Aunque tengo que confesar que me la acabé comiendo. Apañao que es uno.