La pasada feria de San Isidro ha dejado para la posteridad dos fotografías que sobrepasan el ámbito taurino. En una plaza de toros ocurren cosas brutales porque hay vidas en juego y, a diferencia de lo que ocurre en otros escenarios, está permitido captar y reproducir todo lo que tenga lugar. Aunque resulte espantoso. La muerte del toro no constituye noticia (eso ya es motivo de controversia) pero lo es los efectos que sus peligrosos cuernos causan a sus enemigos. Israel Lancho no fue el único de los toreros corneados pero sí el que obtuvo el dudoso honor de estar más cerca de la muerte.
Israel Lancho en el momento de sufrir una grave cogida en Las Ventas.
Su percance resultó espeluznante y sólo fue comparable (si es que se puede decir de este modo) al que unos días antes padecía un caballo del rejoneador Pablo Hermoso de Mendoza, Patanegra de nombre. Dos imágenes que hemos visto, quietas o en movimiento, en diversas tomas y ángulos, dos de esos momentos sobrecogedores que casi todos contemplan con la boca pequeña, fotografías y vídeos que sirven para alimentar el morbo del subgénero de la repetición de desgracias —se anuncian productos como 'las mejores cogidas' y tienen su venta—.
También sirven para criticar las corridas. O para ensalzar el comportamiento heroico de sus protagonistas. Las imágenes detienen el tiempo en un momento. Mientras el torero entraba a la enfermería el público aplaudía la bravura de los toros lidiados esa tarde. Todas las imágenes contienen, a su vez, otras. Pero siempre gana la más brutal, la que sirve de referencia, la que plantea los debates.
Fotógrafos y toreros viven del instante. Unos y otros intentan hacer bien su trabajo, en especial cuando acontece lo imprevisto. No es extraño, por ello, que el paso de la comitiva de hombres vestidos de luces haya sido seguido de cerca por un buen número de profesionales que desde los albores de la imagen han tratado de inmortalizar aquello que pasaba sobre el ruedo, el 'instante' mágico que hasta la invención de las cámaras sólo quedaba en la retina del aficionado y que gracias a la tecnología quedaba inmortalizado, a disposición de los toreros, aficionados y medios de comunicación.
Secuencia de la cogida a Lancho.
De modo que en la práctica, y desde hace décadas, no existe festejo taurino en el que uno o más de sus burladeros no esté ocupado por profesionales o aficionados de la imagen en cualquiera de sus vertientes. Todo se compra y se vende, a apoderados, aficionados que quieren posar en su localidad de privilegio, a periódicos, todo se capta y se retiene. Porque nunca se sabe lo que va a ocurrir cuando un toro sale a la plaza.
Una situación que nada tiene que ver con la que vivió Curro Cano, el más conocido de los fotógrafos taurinos, un hombre entrañable que sigue en activo a los 96 años, por el hecho de ser el autor del único testimonio gráfico de la archifamosa muerte de Manolete. La cornada de Islero fue una exclusiva en toda regla y el inicio de un género que ha llegado a nuestros días, en un tiempo en el que la fiesta ha entrado en decadencia, según unos, o se halla en una época de esplendor, según otros.
Patanegra en el momento de ser embestido.
Parece cierto que crecen el rechazo y la indiferencia mientras lo que ocurre dentro del ruedo sigue arrojando un balance en el que la sangre, humana y animal, corren el margen de las disputas entre unos y otros. Porque a la gente le interesan las cornadas; mejor cuanto más duras. Es un tema que vende y que se puede vender. Ahora, como las dos más famosas de la pasada feria de San Isidro, captadas con todo lujo de detalles por cámaras de alta definición.
Asusta pensar qué hubiera ocurrido, algo que puede pasar un día de éstos, si la cornada de Pocapena a Manuel Granero hubiera tenido lugar la semana pasada. En su momento vimos morir miles de veces a Yiyo y a Paquirri, fuimos testigos impúdicos de cada detalle de su agonía. Antes hubo muertos y heridos, después también los habrá. Algo ha cambiado, sin embargo. En la actualidad el torero y el caballo adquieren similar protagonismo, casi se diría que resulta más interesante la noticia de la recuperación de un cuadrúpedo famoso que la de un bípedo que apenas firma corridas.
Se ha seguido el postoperatorio de Patanegra como la lesión de un popular de la farándula, alguien que como su compañero de fatigas ha estado a punto dejarse la vida en el ruedo. Antaño, cuando los toros destripaban equinos a destajo en las plazas, los noticieros no se hubieran hecho eco de las penurias de un animal. Aunque cierto es que Patanegra no es un caballo cualquiera, sino un avezado torero. Algo que abre, a su vez, un interesante debate.
Cabría preguntarse, como siempre, si estas imágenes son información de un suceso o alimento de un morbo enfermizo. Algo extensible a todo lo brutal. Si su contemplación conmueve o adormece las conciencias. El mundo de los toros, inmerso en una profunda crisis, tachado de cruel y desfasado, afronta las críticas actuales con un enemigo implacable: miles de cámaras que captan hasta la última gota de sangre.
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