Un ciego y un fotógrafo forman una extraña pareja en la que se habla mucho de lo que se ve y de lo que no; porque, en realidad, sus puntos de vista son bastante similares. Un bastón y una cámara son objetos que guardan algunas similitudes, sirven para orientarse y mostrar lo que hay más adelante, aunque el uso de una vara resulte más prosaico y cualquier persona privada de visión preferiría matar el rato con un disparador en lugar de esquivar zanjas y bordillos.
La fotografia de los padres de Hassan que le acompaña en su puesto de la ONCE.
Voy caminando con Hassan por un parque de Aluche y, aunque es de día, sus pasos son más seguros que los míos. Nos conocimos hace poco en un viaje. Su poderosa mano izquierda reposa sobre mi hombro pero es él quien pisa sin vacilaciones cada baldosa mientras me anuncia nuevos peligros, una alcantarilla floja o 'eso que está ahí delante (...) el camión del chatarrero, que el cabrón siempre lo deja aparcado en la esquina'.
Le quita mérito a la exhibición topográfica porque es su barrio y asegura haberse perdido muchas veces en él, aunque no puedo evitar una inútil expresión de escepticismo recordando la cantidad de veces que me he perdido en lugares que sigo sin conocer. Nos sentamos en una terraza y empieza a hablar de un primo suyo ceramista no sin antes contarme un chiste de ciegos, un tema que parece un filón interminable. Va de uno que le pregunta a otro si le acompaña al cine, a lo que el primero responde 'veremos'. A una rubia de la mesa contigua se le atragantan las patatas fritas.
Hassan es de origen palestino, pero nació en Egipto y terminó en Aluche.
Hassan es de origen palestino aunque nació en Egipto, heredando de sus padres la condición de eterno apartida y la inevitable expresión de duda de cualquier funcionario de aduanas. Eso o algo peor, porque su colaboración con alguna asociación en pro de los derechos civiles le impidió la entrada a su país incluso muchos años después cuando ya tenía pasaporte español y un puesto de cupones. No siempre fue así, ni siempre fue ciego.
Trabajó como especialista en mecánica por medio mundo hasta dar con sus huesos en Madrid y luchar sin éxito contra una retinosis que le obligó a cerrar su negocio, a cambiar de vida y a afrontar desde la oscuridad la muerte de su esposa a causa de un cáncer. Todo esto lo suelta, sin ánimo de molestar, cuando le expongo mi terror a la ceguera y después de haberle repetido que no recuerdo dónde leí que sólo un ciego puede hacer una foto honesta; pero le he de explicar el significado de la palabra y ambos perdemos el hilo.
Se acerca una rubia y pide un cupón. Me mira extrañada, dos tipos grandes apretujados en un puesto de cupones resultan, al parecer, llamativos. Hassan, mientras cobra el boleto, recuerda a su clienta que aunque el número no toque él está dispuesto a hacerlo, 'los ciegos no tocan, pero el ciego si' dice. El mensaje no llega a su destinataria, que hace rato que cruzó la calle mientras yo escondía la cara tras un viejo retrato de una pareja que adorna el mostrador desde el que se reparte la suerte. Una fotografía de los padres de Hassan el día de su boda, una mujer joven casada con un tipo de rasgos terribles.
Txema fotografió a Hassan, pero Hassan también fotografió a Txema,
El asunto que me ha traído hasta este estrecho cajón de cristal donde una máquina habla cada vez que se le acerca un cupón y donde, dicho sea de paso, el ruido del viejo aparato de aire acondicionado te hace desear el calor con todas tus fuerzas. Mi amigo invidente recuerda cada detalle del retrato; me pasa su móvil y me pide que le saque una foto y después me dicta de memoria un interminable número de teléfono para que envíe el archivo adjunto, después llama y tras unos segundos de charla con el destinatario del mensaje, un hermano que vive en Egipto, me lo pasa aunque sólo habla árabe.
Hassan se parte el culo de la risa. Después de todo, el mensaje llegó pero se ve que el destinatario lo borró nada más recibirlo. O vete tú a saber. El retrato de boda comienza a resultar inquietante pero prometí a Hassan que le haría una copia más grande para que pudiera llevársela a Egipto este verano y repartir entre familiares y amigos. Su madre murió hace poco, me cuenta, y también quiere poner la foto sobre su tumba.
Unos minutos después, mientras me cobró metafóricamente el favor y le hago unas fotos, me doy cuenta de que estuve a punto de filosofar, de citar a Saramago y a todos los expertos en oscuridad, de referirme a todos los tópicos posibles respecto a las capacidades sensoriales de aquellos que, como mi amigo, no ven con los ojos. Por suerte, he conseguido evitarlo. En Aluche, ni los ciegos están para pajas mentales. Recogemos los trastos y en la esquina, donde aparca su camioneta el chatarrero cabrón, me para y con tono solemne me pide que le deje la cámara: 'Es para ver si he salido guapo'.
Volveré en unos días para llevarle la foto ampliada de sus padres. O iré sin ella porque, finalmente, intuyo que a mi amigo le importa más el rato de conversación que el recuerdo borroso de una imagen.
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