Erradicar la fama de infames de los pesticidas no parece cosa fácil. Desde 1962, arrastran el sambenito de ser unos de los peores contaminantes de la naturaleza. En aquel año, Rachel Carson publicó una de las biblias del ecologismo, 'Primavera silenciosa', denunciando el ecocidio perpetrado por el DDT. Pese a ello, los químicos no se dan por vencidos y trabajan en una camada de insecticidas 'ecologically friendly'.
Forman parte de esta nueva generación los fungicidas llamados paldoxinas. Concebidos para proteger a los cereales, actúan por una vía distinta a la de los agentes tradicionales, que no hacen distingos entre bichos malos o buenos. Los nuevos se comportan de modo selectivo, aseguran sus inventores, pues intervienen sobre la ruta química precisa seguida por los hongos en su asalto contra las plantas.
Muchos vegetales comparten un mecanismo defensivo basado en la producción de fitoalexina, una sustancia especializada en repeler los ataques de hongos; pero estos contraatacan secretando una enzima que destruye las fitoalexinas, dejando a la planta inerme. Pues bien: las paldoxinas han demostrado ser capaces de inhibir tales enzimas.
No cantemos victoria, advierten sus descubridores, investigadores de la Universidad de Saskatchewan (Canadá). Todavía deben perfeccionar los mecanismos de acción de esas sustancias, dicen, antes de convertirlas en un producto listo para su uso.
Ese camino ya lo recorrió spirotam, la molécula que recibió el año pasado el premio 'Presidential Green Chemistry Challenge' de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) de Estados Unidos. ¿Sus méritos? Controlar pestes que afectan a árboles frutales y a una variedad de cultivos (tomate, chile, cebolla, brócoli, coliflor, fresa, vid, aguacate, etc.), dejando una 'leve' huella ambiental. Obtenido de la fermentación de una bacteria del suelo (Saccharopolyspora spinosa), no afecta a la mayoría de los insectos benéficos, actúa con dosis bajas y persiste en el entorno bastante menos que los viejos compuestos.
Tal como los presentan, esos productos sintéticos entrañan pocos o nulos perjuicios al medio ambiente. Da igual; estos argumentos no convencen a un sector de los agricultores
Tal como los presentan, esos productos sintéticos entrañan pocos o nulos perjuicios al medio ambiente. Da igual; estos argumentos no convencen a un sector de los agricultores, firmemente convencidos de que los únicos pesticidas verdes dignos de tal nombre son aquellos que utilizan exclusivamente compuestos orgánicos.
Ya existen productos de esa clase disponibles. Tomemos el biopesticida diseñado por el sistema público de I+D de Australia. Basado en el hongo metarhizium, el año pasado fue aplicado con éxito contra las plagas de langosta que azotan el país oceánico. "Entre los factores que lo hacen atractivo destacan su bajo costo y la ausencia de impacto ambiental, especialmente en los organismos acuáticos", apunta Richard Milner, responsable de su desarrollo en el CSIRO. Además, gracias a su sensibilidad a los rayos UVA y a la sequedad, se biodegrada por completo en un santiamén.
Otro pesticida verde se extrae del alga gigante knotweed, cuyos principios activos estimulan las defensas de las plantas contra un buen número de enfermedades (oídio, podredumbre gris y marchitamiento bacteriano), que afectan a frutales y ornamentales.
En un estadio más incipiente se encuentran los estudios del efecto plaguicida de las toxinas liberadas por las plantas del género Braasica (mostaza, colza, rábanos) para protegerse de sus depredadores. Dichas toxinas se biodegradan al cabo de tres días.
Ambas perspectivas de investigación —orgánicas y sintéticas de nueva generación— pintan prometedoras, y sobre todo indispensables si queremos salvaguardar el medio ambiente y a la vez mantener niveles adecuados de producción de alimentos.
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