Si el primer día de Cibeles estaba dedicado a los más jóvenes y los más rompedores, en el segundo las estrellas han sido los más consolidados. Bueno, quien dice ‘consolidado’ dice también ‘de los de toda la vida’ o incluso ‘viejas glorias pelín obsoletas’ porque este sábado cibelino ha resultado un poco aciago en cuanto a novedades, tendencias y lustre. Además, coincidiendo con que era un día no laborable, muchos ciudadanos no profesionales de la moda pero con gran curiosidad por la misma se han acercado hasta el recinto para abarrotarlo y convertirlo en impracticable: madres con niños curioseando entre la ropa, tiernos jubilados acumulando revistas alternativas y el Hola indistintamente, pandillas de adolescentes cambiándose en la puerta las manoletinas por los tacones del Bershka… En este ambiente tan variopinto ha transcurrido una jornada un poco triste en cuanto a desfiles.
Francis Montesinos tras su desfile.
La sesión de desfiles de la mañana representaba el más auténtico origen de esta pasarela, y no necesariamente en el buen sentido del término. Era el turno de los diseñadores más clásicos (otros prefieren decir ‘rancios’, no seré yo quien les lleve la contraria), aquellos que prácticamente fundaron Cibeles y cuyas propuestas suelen recordar siempre a la de la temporada anterior y la anterior y la anterior. A saber: Victorio & Lucchino con su exaltación ligeramente aflamencada de la figura femenina, Jesús del Pozo y su extraño minimalismo, el estilo naíf mal entendido de Ágatha Ruiz de la Prada… El mayor pecado lo ha cometido Francis Montesinos que, a pesar de contar con la siempre agradable presencia de Jon Kortajarena, ha decidido travestir al top internacional con una túnica playera —¿no estamos viendo colecciones de invierno?— consiguiendo la imposible tarea de hacerle parecer feo. En definitiva, una mañana dedicada a la señora de mediana edad, al señorito andaluz, al hippy que tiene un chiringuito en la playa y a amantes de abusar del tecnicolor. ¿No nos suena ya de todos los años?
Esta vez sí que estamos en condiciones de decir que estamos ante un clásico en toda regla, tras 20 años desfilando en Cibeles. Modesto Lomba presentó una colección muy inspirada en el noble arte japonés del Origami, con sorprendentes piezas llenas de pliegues que parecían realmente elaboradas en papel. Cortes geométricos muy sesenteros, faldas y hombros con volumen y colores apagados que parten del blanco nuclear y terminan en el negro pasando por el gris y algún violeta desvaído.
Dejando a un lado el alboroto de los invitados y algunos miembros de la prensa empeñados en acaparar las botellas de las bodegas familiares con las cuales la diseñadora burgalesa suele obsequiar a los asistentes, hemos de decir que el desfile fue de lo más solvente. Casi toda la colección parecía también inspirada en el Origami, con prendas hechas con múltiples pliegues y capas que daban un aspecto tridimensional. Las esquinas puntiagudas de fieltro o franela competían con las redondeadas del punto hueco o el vuelo del pelo de cabra que adornaba algunos looks. Adoptando la actitud de ‘a mal tiempo buena cara’ y rompiendo con el tono fetiche de Arzuaga —el negro—, abundaban también el verde botella, el violeta o el camel. Y, para terminar, un diez a los leggings de lentejuelas que aportaban el toque glam a limpieza de formas del resto de la colección.
Y bienvenidos a la temporada primavera-verano 2009, porque el creador se ha quedado anclado en esas americanas oversized y en las hombreras que tanto estamos viendo ahora. Con un retraso considerable en cuanto a novedad de sus tendencias, Schlesser ofreció una colección un tanto anodina que se pasaba de satén, colores eléctricos y lazos por doquier. Comparados con los pliegues del desfile anterior, el de Amaya Arzuaga, éstos se veían pobres y sin apenas destacar como adornos dentro de las prendas. Sensación de dejà vu y aburrimiento.
En el dossier oficial describían esta colección como ‘look nuevo, fresco y radical’, pero lo cierto es que lo que hemos visto ha sido uno de los mil revivals que se hacen de la típica imagen de Audrey Hepburn. Favorecedores vestidos globo con mucho volumen, a veces ajustados a la cintura, suaves y volátiles sedas, bolsitos de asa corta, colores extremadamente sobrios donde primaba el negro… No podemos decir que fuera un desfile malo, pero sí que mostraba unas influencias excesivamente recurrentes y manidas.
Como en el día anterior, lo mejor llegó a los postres. El mallorquín José Miró mantiene su línea onírica y fantasiosa con sus siempre celebradas caídas que generan un vuelo suave y natural en sus vestidos y faldas. Colores 100% otoñales (marrones, caquis, breve concesión a los estampados con una combinación de los dos anteriores…) excepto en la última parte del desfile, la más festiva, donde voluminosos vestidos dotados de ese espectacular vuelo teñían de glamour la pasarela con un sugerente negro con brillante. Sólo José Miró es capaz de construir magia con muy poca tela y con unos oportunos frunces que aportan esa forma perfecta con esas caídas tan inimitables. Es como lujo lo-fi.
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