Si nuestros antípodas geográficas son los australianos, los artísticos son, sin duda, los japoneses y por añadidura los chinos. Hasta que han tenido su punto de inicio en las grandes obras de los maestros chinos —Japón comenzó a modernizarse a golpe de decreto en los años 60 del siglo XIX— los japoneses se nutrían fundamentalmente de lo que les venía de China. Por ejemplo, y entre otros muchos, los famosos templos Zen de Kyoto eran grandes coleccionistas de todo tipo de arte chino y en especial de lo que podríamos llamar, salvando las distancias, pintura. Es verdad que existen variaciones suficientemente importantes entre unos y otros, pero es innegable que las distintas sensibilidades estéticas y estilos pictóricos japoneses han tenido su punto de inicio en las grandes obras de los maestros chinos.
Takashi Murakami, en el Guggenheim Bilbao.
Pese a que hace ya 140 años que comenzaron su acercamiento a Occidente, es pasmoso comprobar lo lejos que andamos aún los unos de los otros. Como decía Alfonso Guerra, cuando se preguntaba sobre el eterno viaje al centro de Aznar y sus compañeros de lista: '¿De dónde vendrán? Pues, en efecto, de muy lejos'. De una tradición estética, formal y funcional completamente ajena a la nuestra. Para ilustrarlo basta un ejemplo: lo que para nosotros es Diego Velázquez (1599–1660) y sus 'Meninas' (1656), para los japoneses es Kano Sansetsu (1589–1651) y su 'Viejo ciruelo' (1645). Aparte de que los dos se casaron con las hijas de sus maestros, poco más tienen en común.
El famoso cuadro del primero podría describirse como el súmmum de la maestría en darle la vuelta a una situación. Lo que debería ser el retrato de la pareja real se convierte en la celebración de que al viejo tronco de la monarquía española le ha brotado una Margarita. Y ahí está la infanta rodeada de su séquito y respirando el aire estancado de una mina de carbón iluminada con velones de sebo. Todo desenfocado, todo difuso y torvo. Y sin embargo vivo.
El segundo cuadro representa la horizontal, meándrica y errabunda silueta de un ciruelo casi fósil al que la primavera ha sorprendido con tres docenas de flores. Todo sucede sobre cuatro tablas forradas de pan de oro que en su día separaban dos estancias del templo Tensho-in de Kioto. Este látigo de madera petrificada parece querer romper el tenso cielo de luz dorada que protege al imperio del sol naciente. Es una virguería compositiva. Un combate en tablas entre la figura y su contraforma. Pero, a pesar de tanto sol, el cuadro es gélido. De un rigor mortis de cartón piedra.
El 'Viejo ciruelo' del maestro japonés Kano Sansetsu (1589–1651).
Los españolitos estamos acostumbrados a cruzarnos con artefactos artísticos que son variaciones sobre el tema de 'Las Meninas'. Picasso y el Equipo Crónica (y después Manolo Valdés él solito) son los más famosos meninófilos que hasta hoy ha parido la historia del arte patrio. Encontrar este tipo de citas facilita el pacífico acercamiento a la odiosa fiera del arte contemporáneo. Nos da puntos de partida. Nos da pistas. Nos pone en disposición de mirar, de escuchar y de comprender. Nos permite colocar lo que vemos en el cauce fetén de la historia del arte.
Pero si, animados por la neomoderna alianza de civilizaciones, se nos ocurre acercarnos al museo Guggenheim para ver la exposición de Takashi Murakami que desde ayer puede verse en sus salas y allí nos topamos con un cuadrazo de 487 cm de ancho titulado 'Milk' nuestros conocimientos sobre Velázquez no nos valdrán de nada. El cuadro representa un latigazo de níveo líquido seminal que en ciertos ambientes es motejado como 'leche'. La líquida mancha se desparrama a lo largo de cuatro paneles pintados de pantérico rosa. En código chocarrero, parece un canto a la capacidad germinadora de la naturaleza. La celebración del eterno e imparable retorno de la más básica energía sexual. Lo han adivinado. Será mejor que nos acordemos del maestro Kano Sansetsu y de su famosa tetratabla que es exactamente igual de ancha que 'Milk'. El alto no coincide porque, seguramente, Murakami ha querido hacer un homenaje a las proporciones originales de 'Viejo ciruelo', que fue recortado para adaptarlo a su nueva ubicación por el coleccionista que compró estas cuatro puertas cuando los monjes de Tensho-in decidieron deshacerse de ellas.
'Milk', de Takashi Murakami.
Ahora que hemos conectado estas dos obras, no sólo vemos con otros ojos esta pintura porno-naif, sino que sospechamos que el significado último —y oculto— del 'Viejo ciruelo' tenía mucho que ver con la reivindicación de la capacidad engendradora —y sexual— de los ejemplares maduros. En efecto, no todo es alta lírica en el sistema ideológico del arte chino-japonés. Hay mucho de reafirmación en lo básico, lo radical, lo eterno.
Pues bien, sirva todo lo anterior para prevenir a todo el que ose plantarse ante la obra de Murakami a cuerpo gentil sin más bagaje que sus prejuicios ante el infantil y bullicioso batiburrillo de formas y colorines del archiforrado Takashi. Lo mismo que pasa con 'Milk' pasa con todas las piezas que salen de Kaikai Kiki Co., Ltd, el multidisciplinar estudio-empresa del japonesillo en cuestión, un loco del fenómeno Otaku, esa deleznable subcultura nacida al calor de los tebeos 'manga' y de las peliculillas 'anime'. Un animador y dibujante frustrado de estos géneros, que intentó ganarse la vida haciendo de su pasión su profesión, pero que hubo de retirarse por no cumplir los estándares mínimos de habilidad y velocidad. Pero, también, un tipo que mientras se preparaba en academias para trabajar de animador, estudió pintura tradicional japonesa durante diez largos años en la facultad de Bellas Artes de Tokio.
Un pozo de ciencia que fue capaz de sobreponerse al lamentable estado de amateurismo en el que se desenvolvía el panorama del arte contemporáneo en Japón hasta los primeros 90 gracias a saber aplicar las técnicas de racionalización y organización del trabajo aprendidas en los estudios animación nipones.
'Oval de Buda en plata, 2008', de Takashi Murakami, en el Guggenheim Bilbao.
Estas artimañas empresariales, junto a una eficaz estrategia neo-pop y apropiacionista (el estilo de cualquiera es mi estilo y cualquier símbolo es mío), le han permitido colocarse como el máximo representante de una generación que dice mirar con ojos críticos el consumismo, la abulia y el infantilismo del que parece no saber salir la sociedad japonesa 60 años después de haberse rendido al ejército estadounidense. Después de 60 años de vivir tutelados. Después de 60 años tratando de conjugar su tradición con las oleadas de occidentalización.
Dicen hacer nítrica crítica de todo esto, pero, la verdad, son incapaces de generar una nueva formalidad —de proponer algo nuevo (como hicieron las vanguardias históricas)— que supere el fondo frío, habilidoso, rotundo, genial y vacuo que tiene todo lo 'made in Japan' del siglo XXI. Todo está lleno de guiños intelectuales, Murakami es un gran cerebro capaz de las más arriesgadas piruetas intelectuales, pero todo apesta a super-diseño gráfico. El estilo 'kawaii' (literalmente: rico, brillante, lujoso) no parece el vehículo más apropiado para circular en dirección contraria. Takashi y sus correligionarios son unos tipos que han aprendido a ser unos contestatarios de zapatos limpios que pueden ser recibidos en cualquier aterciopelada embajada sin avergonzar a nadie. Unos contestatarios de salón capaces de compadrearse con Luis Vuiton y con Toyota para generar obras (¿de arte?) a la medida de las necesidades del gran capital.
Pensándolo bien, él mismo es gran capital. ¿Cómo llamar si no a un tipo que ha hecho que su galería de California (Blum & Poe) venda un 'Oval Buddha' —un presunto autorretrato escultórico de unos cuatro metros de alto— por 6,7 millones de euros en la última edición de la feria de arte de Basel?
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