Pido disculpas por la poca actualidad informativa de este artículo. La reflexión es tan lenta como debería serlo la arquitectura.
El Guggenheim Bilbao, un acierto para la ciudad.
Gehry ha hecho el mismo edifico dos veces en España. Una vez le salió muy bien y la otra, no tanto. La culpa no es sólo suya. Los que encargan edificios deberían saber que la arquitectura es un poco como las plantas: no todas crecen igual de bien en todos los sitios y que hay jardineros a los que se les dan mejor unas que otras.
El Guggenheim de Bilbao reinterpreta con acierto y asumiendo riesgos la ciudad desestructurada y deprimida que era Bilbao cuando el edifico se instaló. Planteado como un organismo mecánico, ha funcionado como un motor, no sólo publicitario, sino que también ha contribuido a activar la circulación de una sociedad que se sentía abatida y desencantada tras la grave crisis industrial que se inició en los 70 y acabó desmantelando el tejido productivo principal.
La inercia continuista y mimética que ha impregnado la gestión urbanística, y que se ha dado en llamar 'el efecto Guggenheim', ha acabado con la creatividad inicial que creyó en la posibilidad de algo nuevo
El Guggenheim nace en la Ría de Bilbao como una tardía y brillante flor metálica sobre los restos del naufragio industrial. Analizar cómo se ha gestionado a posteriori y políticamente ese optimismo que el edificio generó sería tema a tratar aparte. La inercia continuista y mimética que ha impregnado la gestión urbanística, y que se ha dado en llamar 'el efecto Guggenheim', ha acabado con la creatividad inicial que creyó en la posibilidad de algo nuevo. Una visión de cortedad utilitarista que ha reducido este edificio a estéril modelo de efectividad reproducible y ha hecho que la ciudad no aproveche del todo una muy buena oportunidad.
Esta concepción, a mi modo de ver errónea, ha trascendido las fronteras de la ciudad y ha determinado la manera de hacer y mirar la arquitectura de los últimos años en España.
El encargo de las bodegas de Marqués de Riscal al propio Gehry son un buen ejemplo de los efectos colaterales de esta onda expansiva.
La versión de Gehry en La Rioja.
No soy capaz de ver el Gehry de las bodegas de Marqués de Riscal en Álava como algo más allá de un capricho formal no muy logrado.
El encargo que se le hace a Gehry sólo le pide forma —un Gehry como el del Guggenheim— y, aunque él trata de hacer un edificio vinculado con el lugar en el que se asienta, considero que la interpretación que hace de él es demasiado inmediata y exclusivamente visual. Su mirada sobre La Rioja Alavesa es muy superficial (hojas de vid al viento coloreadas por el otoño y sustentadas sobre retorcidos sarmientos). No consideraríamos esta superficialidad como algo negativo en sí mismo si el objeto resultante consiguiese imponerse con la fuerza de su novedad al lugar, redibujándolo. Pero no es tan fácil conseguir esto en lugares complejos, viejos e intensos, pues éstos no se someten tan fácilmente a la mirada del artista (que se lo pregunten a tantos paisajistas y pintoresquistas esforzados e irrelevantes). Y es que Gehry, a priori, es urbano y suburbano, californiano, postmoderno y hasta deconstructivista.
El encargo que se le hace a Gehry sólo le pide forma —un Gehry como el del Guggenheim— y, aunque él trata de hacer un edificio vinculado con el lugar, la interpretación que hace de él es demasiado inmediata y exclusivamente visual
La Rioja Alavesa es casi lo contrario. Gehry no ve las trazas con las que una historia tan larga ha ido definiendo un lugar tan preciso. El vino ha sido algo muy lento que ha ido configurando el paisaje ¡muy despacio! Los sistemas productivos, la relación con la tierra, las formas de cultivo, han ido construyendo, durante siglos, capa a capa, un paisaje muy preciso, sutil y articulado. Eso él no lo ve o muy probablemente no le interesa, no le parece relevante y hace un objeto que acaba estando muy desvinculado, y que podría estar en cualquier lugar con viñas. Si hubiésemos tenido la improbable fortuna de que ese objeto resultante fuese verdaderamente brillante, incuestionablemente original, y plásticamente muy emocionante, esta discusión no habría empezado. Pensaríamos que Gehry se había propuesto hacer una 'obra de arte' y que lo había conseguido.
Y es que el riesgo de identificar el objeto arquitectónico con el objeto artístico hace que el edificio tenga que ser leído y juzgado en los términos a los que obliga este último. La obra de arte tiene un valor o carece de él en sí misma. Este valor 'artístico' es variable, subjetivo e individual. Comprometido, personal e intransferible, fruto del intercambio creativo y activo del espectador con el artista. Sin ese valor su existencia deja de tener sentido.
Como espectador activo de una obra encargada en base a su 'artisticidad' soy muy libre de opinar que creo que no es una pieza muy lograda o no está bien colocada, o que el creador y yo no compartimos el universo lingüístico que debe despertar en mí la cascada de emociones alusivas que estoy esperando.
Como en este caso no se ha producido en mí ese flechazo de amor visual que te obnubila y no te deja pensar, soy capaz de decir que considero que está bien que el objeto arquitectónico insista en sus requerimientos diferenciales frente al objeto artístico. Son dos mundos cercanos, parientes, que se cruzan y dialogan, que se gustan, se observan, se necesitan y se retroalimentan, pero sus fines no son exactamente los mismos y el proceso creativo que los persigue, tampoco. El objeto arquitectónico es un objeto más vinculado y dependiente de una realidad colectiva preexistente y futura, no sólo cultural, sino también material.
No pretendo cuestionar a Gehry, sino plantear una pregunta de orden más general utilizando estos dos proyectos como ejemplo: ¿hace verdadera falta hacer encargos de estas características para sobrevivir económicamente como país y estar en el mundo? En gran parte de Europa no lo hacen y no les va tan mal. ¿Hasta cuándo un supuesto negocio y un proyecto de marketing van a justificar operaciones tan megalómanas y sordas a cualquier otro tipo de consideración que no sea el beneficio económico a corto plazo? ¿Hasta cuándo vamos a seguir tragándonos la patraña de la libertad creativa vinculada al 'turismo cultural' para justificar cosas de otro orden?
Y es que personalmente estoy harta de esta 'cultura del ocio' hedonista que supone que lo único que necesitamos es confort, masajes y comida. Una cultura que acaba reduciendo todo a nada, en aras de un beneficio que habría que cuantificar a más largo plazo.
Me gustaría insistir en que esta crítica no implica una voluntad de mimetismo continuista con las formas del pasado. Suscribo con plena conciencia las palabras de Borges cuando dice que ser contemporáneo no es una elección sino una fatalidad. Lo que estoy pidiendo es una arquitectura comprometida con los lugares en los que se implanta, con la cultura verdadera (ética, estética y del conocimiento) y con la vida distinta y única de las personas. Cuando todo ello se cumple con talento, esfuerzo y rigor intelectual, de todas las partes implicadas en tan complejo proceso, el objeto arquitectónico se hace trascendente como sin quererlo. Desde luego no es fácil.
* Victoria Garriga es arquitecta y junto a Toño Foraster forma el estudio AV62 Arquitectos.
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