MATOLA (MOZAMBIQUE).- Matola, una pequeña ciudad industrial en las afueras de Maputo, nos muestra el día a día de los mozambiqueños, lejos de playas y cafés llenos de turistas. Un sufrido viaje en Chapa, cual sardina enlatada y contorsionista aficionado, nos lleva a recorrer los rincones más inhóspitos de esta ciudad costera. Sus gentes y costumbres nos invitan a adentrarnos en el Mozambique más cálido, más humano.
Los últimos rayos de un sol de octubre se cuelan por las rendijas de la chapa que da cobijo a una familia humilde. El aire de las salinas de Matola engalana un crepúsculo más, presagiando una noche fresca, de alivio. Los pequeños juegan, corretean de un lado para otro y abrazan a las gallinas que intentan escapar. La madre observa y machaca una y otra vez la harina de mandioca, pues se acerca la hora de la cena. El hijo mayor acaba de regresar con unos tomates y unos mangos que su madre le mandó comprar a la vecina de varias calles más abajo.
Los hombres del barrio discuten mientras tanto en uno de los patios separados de las callejuelas por esos arbustos con espinas que delimitan cada una de las parcelas en las que se divide el enorme barrio. La sequía deja entrever, a través del arbusto, las caras de preocupación de los más ancianos del lugar. La situación del poblado pende de un hilo. Las autoridades locales han recalificado los terrenos y varios promotores urbanísticos quieren construir una zona residencial para mozambiqueños pudientes. Miles de familias serían expulsadas. Se discuten varias propuestas, peticiones y acciones para evitar lo inevitable. Varias visitas de la policía a la zona han sembrado el pánico en la comunidad, creada hace décadas para albergar a los obreros industriales de las afueras de Maputo. Los más pequeños siguen corriendo y cantando, ajenos a la cruda realidad de este campamento.
Al otro lado de la calle, cercana a una zona de casas lujosas con verjas electrificadas, se encuentra la escuela del partido Frelimo, construida de tal forma que el aire no deja de circular en su interior, ni siquiera en los días de más calor. El edificio ocupa un lugar solemne, en lo alto de la colina que corona el valle regado por el río Matola, barrera natural entre los dos bandos de la guerra civil que castigó al país no hace tanto.
Los tomates del otro lado del seto espinoso ya están maduros. Algunos mangos comienzan a coger ese color hermoso, rojizo y apetitoso. Cebollas y lechugas abundan en los tenderetes improvisados. Aunque hace meses que no llueve, el riego y el tesón garantizan una producción mínima, de subsistencia. El gran supermercado del otro lado de la calle amenaza ese puñado de meticais que una familia puede ganar con la compraventa de los diminutos excedentes de la cosecha familiar.
Los anacardos tostados por los habitantes del barrio sirven de aperitivo en las tertulias de un par de turistas que pararon en la zona, de camino hacia el Parque Nacional del Kruger, en Sudáfrica. Unos pollos exaltados, conscientes de su sino, revolotean por el bar donde la cerveza local hace las delicias de los sedientos turistas. La dueña posa orgullosa, muestra su casa a los extraños visitantes y propone fecha para un nuevo encuentro. La Xima, uno de los exquisitos platos de la comida mozambiqueña, entra siempre mejor con una buena Laurentina.
Docenas de niños corren detrás de varios europeos que pasean por la zona, en dirección a las salinas. Unos y otros inmersos en realidades distintas, ajenos ambos a la lucha de cada uno, disfrutan con el encuentro, con la alegría de vivir que derrochan los chiquillos que corren al grito de 'blanco, blanco'. El sol se esconde. Ahora será la luna la que vigile que cada uno siga librando su batalla personal por una vida mejor, por un mundo más justo.
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