BUENOS AIRES (ARGENTINA).- Palermo Hollywood. Así se le dice desde hace un tiempo a esta parte del barrio más grande de Ciudad de Buenos Aires, entre las avenidas Juan B. Justo, Córdoba, Dorrego y Santa Fe. Y está bien puesto el nombre, guste o no. Porque Palermo Hollywood suena a noche, a bares y copas, a restaurantes y cosa fashion. A un poco de todo eso que hay ahora por acá. Pero, por suerte, por acá también hay otras cosas. Todavía queda algo de lo que fueron estas calles años atrás. Todavía, en algunos rincones de Palermo Hollywood, queda un poco de barrio.
Está Marta, la portera, baldeando la acera todas las mañanas. Tal como lo hizo en las últimas tres décadas de su vida. Por más bares que se instalen en la manzana de su edificio, por más turista que pase mapa en mano por la puerta, Marta sigue siendo la portera que baldea por la mañana, que saluda a todos en la cuadra. Que a la tardecita, cuando oscurece y termina su trabajo, se sienta con su vecina y confidente en el umbral de la entrada, a filosofar sobre la vida.
Está también la verdulera de enfrente. Una chica de pelo negro, que sonríe siempre, siempre. Que selecciona cada manzana a gusto del cliente. Que recomienda ésto y desaconseja comprar aquello, según la temporada. Y eso no va a cambiar, por más que actores y periodistas de las productoras de los alrededores pasen por la puerta de la verdulería y se lleven por delante los cajones de frutas, mientras hablan por celular.
Una tienda 'fashion' de vaqueros en Palermo.
Y está el muchacho que atiende la recepción del gimnasio. Uno que habla sin parar. Realmente sin parar. Pero forma parte de ese gimnasio de barrio, muy distinto a ese otro de la zona, naranja y reluciente, que encaja mucho más con el espíritu palermitano de estos tiempos. El viejo gimnasio, el del recepcionista hablador, no tiene una bola de boliche en el salón principal, ni suena la música a todo volumen, ni se parece a un spa. En realidad, es como hacer ejercicio en el patio de casa.
En este falso Hollywood en el que todavía queda un poco de barrio está también el videoclub La Esquinita, extrañamente preservado ante la proliferación de copias de películas que circulan de mano en mano. Da la impresión de que no es por la oferta de filmes que La Esquinita se conserva. No. Tiene más que ver con el encanto de ir a buscar una película un sábado a la tarde, tomarse tiempo para elegir, escuchar lo que el hombre que atiende tiene para recomendar y despedirse hasta pronto, cuando haya que regresar a devolver el DVD.
Y allá, en la otra esquina, junto al pasaje, está la parrillita El 22, otro reducto barrial. Uno de esos bodegones con mesas y sillas disparejas, con pósters de equipos de fútbol, con el televisor siempre encendido. Donde no hay comidas gourmet muy pequeñas y decoradas en el centro de platos inmensos, sino raciones inmensas que desbordan de los platos pequeños. Donde se puede comer un buen pedazo de carne y está permitido cortar el pan al medio y hacer un choripán.
En realidad, si se presta atención, las huellas del barrio que fue están en todas partes en este barrio que ahora es. Mirando para abajo, están en las baldosas rotas, en las raíces de los viejos árboles, en la nada fashion caca de perro. Hacia arriba, en las macetas y la ropa tendida en los balcones, ventanas hacia casas que no invitan a pasar a la ola hollywoodiense.
Y en eso una doña obliga a mirar hacia delante: "¡Ey! ¡¡¿¿Adónde llevan eso??!!", interroga a unos muchachos que descargan muebles muy top de un camión. Ellos, tímidos, señalan hacia la torre ultra moderna de mitad de cuadra. "¡¡Entonces no estacionen en mi puerta!!", grita ella, enfurecida. Y apura el paso, mientras mueve la cabeza como diciendo que no y balbucea algo. No alcanzo a leerle los labios. Pero seguro dice algo así como a "quién se le habrá ocurrido hacer de mi barrio un Palermo Hollywood".
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