Primero la buena noticia: en los últimos 200 años, los océanos han absorbido el 40% del dióxido de carbono emitido por los humanos (unos 120.000 millones de toneladas métricas), contribuyendo con ello a ralentizar el calentamiento global. Y ahora la mala: semejante empacho de gas ha repercutido en un incremento de la acidez de las aguas superficiales, alerta un estudio publicado en la revista Science.
Cambio en el Ph marino entre 1700 y 1990, producido por el CO2 emitido por los humanos.
Los mares metabolizan el CO2 transformándolo en ácido carbónico, lo cual, a su vez, reduce el coeficiente de acidez o alcalinidad (Ph) de los océanos.
El Ph actual se sitúa en un 0,1 por debajo respecto de los valores previos a la Revolución Industrial (el Ph se mide con una escala que va de 0 a 14 unidades: el agua de lluvia tiene un 5,6 de Ph, y la destilada, 7 —valor considerado neutral—; la denominada lluvia ácida, un 4,3; el ácido hidroclorhídrico, 1; y las aguas marinas entre 8,1 y 7,6, según las regiones).
¿Y qué tiene esto de preocupante? Bastante, si consideramos que la reducción del Ph marino tiene por correlato una disminución de la presencia en el agua de minerales carbonatados (calcita y aragonita), los 'ladrillos' constituyentes de los corales, las conchas de los moluscos y los esqueletos de unos cuantos bichos (estrellas y erizos de mar, y los microscópicos seres que componen el plancton). En un entorno más ácido, dichas criaturas lo tendrán más difícil para calcificarse, con la consiguiente pérdida de estabilidad, o, directamente, de posibilidades de supervivencia. Lo vaticinan los científicos estadounidenses autores del citado artículo.
Nadie sabe a ciencia cierta cuántos cambios en el Ph podrían soportar los moradores de los océanos. En experimentos de laboratorio se ha visto que el aumento de la acidez inhibe o retrasa la calcificación de determinados organismos marinos. "Es casi imposible predecir cómo esta acidificación sin precedente afectará a ecosistemas enteros", afirman los investigadores, que de todos modos sí se atreven a pronosticar que una menor calificación perjudicará a ostras y mariscos, con gran impacto en la industria pesquera. Otros organismos, en cambio, podrían beneficiarse de las nuevas condiciones, lo cual no resultaría muy halagüeño si se tratase de algas invasoras o patógenos.
Apunto que, como se señalaba en un trabajo publicado en la misma revista por una investigadora española, Elena Colmenero, algunas algas microscópicas (cocolitóforos) reaccionan en sentido inverso, es decir, aumentando su grado de calcificación. Un dato positivo que, en las palabras de la experta, no debe ocultarnos "otras consecuencias graves del aumento del CO2, como la destrucción de los corales".
Así las cosas, se hace evidente la necesidad de realizar más estudios sobre la respuesta de los seres marinos a la progresiva acidificación. De todos modos, los científicos mencionados proponen incorporar el Ph oceánico a la serie de parámetros a tener en cuenta de cara a la reducción de los niveles de CO2. "Al margen de consideraciones climáticas, las emisiones de carbono deben reducirse para evitar tales consecuencias", afirman los autores del equipo encabezado por Richard E. Zeebe.
Noticias como éstas lo dejan a uno cabizbajo y meditabundo. Demasiados frentes tiene abiertos la humanidad, ¿no? Y las incertidumbres se multiplican. Dos opciones antagónicas parecen planteársenos: encomendarnos a la Divina Providencia, a Gaia u otra fuerza trascendente y rezar para que el ecosistema aguante el tirón y alcance solo un equilibrio aceptable; o aferrarnos al más terrenal principio de precaución y tratar de poner coto a nuestra injerencia en el medio ambiente, por lo que pudiera pasar.
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