En el post anterior, nos referíamos al miedo de la arquitectura a la risa. Pero como arquitecto hay una segunda coincidencia que me preocupa mucho más: la homogénea reacción de la crítica ante el Pabellón Puente de Zaha Hadid, que oscila en el estrecho intervalo que queda entre el escepticismo condescendiente y el odio manifiesto. Los menos ven en la obra una veleidad excesiva de la diva iraquí, que, en fin, tenía que llegar y tenemos que tolerar en este mundo superficial expuesto a las modas y las marcas, también en arquitectura. Los más manifiestan abiertamente su repulsa por un despilfarro económico y espacial, confuso y pretencioso, insostenible y caprichoso.
El controvertido Pabellón Puente de Zaha Hadid.
Mientras esto ocurre, la gente de la calle, los legos, afirman: "¡Qué chulo!" o "¡Cómo mola!". No quiero decir que debamos considerar siempre que la opinión de la mayoría, lógicamente no formada, sea más acertada que la de la crítica profesional. Creo firmemente en las élites en todos los campos del conocimiento. Élites por supuesto no estancas, sino abiertas y fundamentadas en la dedicación, el estudio y el talento, cuya opinión sobre su ámbito concreto de trabajo es, evidentemente, mucho más valiosa que la del resto de los mortales. Y por ese mismo motivo, deben ser mucho más responsables, evitar decir tonterías y hacer un sincero esfuerzo por desentrañar aquello que una obra tiene de significativo, para después comunicarlo con eficacia y, de esta forma, seguir avanzando y mejorando.
¿Qué hay en el Pabellón Puente que causa tanto pavor en la crítica especializada y que, sin embargo, no siente el usuario general? No puede ser la utilización de la metáfora como desencadenante del proyecto. Es cierto que es un recurso antiguo y generalmente bastante hermético, pero otros pabellones han explicado sus proyectos de la misma manera, y no han sufrido las mismas críticas. Mientras los gladiolos sobre el Ebro de Zaha son un antojo injustificable, el hayedo de Patxi Mangado es magnífico, e incluso la gota de agua de De Teresa y la cesta de mimbre con frutas de Aragón de Olano y Mendo son hallazgos reseñables.
Tampoco podemos culpar a la calidad constructiva de la obra. Parece ser aceptado, hasta por sus más virulentos detractores, que el proceso de ejecución del puente ha sido en sí mismo impresionante y eficaz, produciendo un resultado prácticamente idéntico a las cautivadoras imágenes iniciales del proyecto. Eso sí, los fiscales de Zaha no dudan en atribuir los méritos del éxito del sistema constructivo a la ingeniería Ove Arup en lugar de a la arquitecta. Claro. Estoy seguro de que en el resto de los pabellones no ha participado ninguna ingeniería, y los propios arquitectos titulares han diseñado y calculado todos y cada uno de los detalles de los proyectos con sus propias manos. Sin ayudas, sin consultings, sin colaboradores ni nada de nada.
La arquitecta iraquí Zaha Hadid
Creo que lo que asusta tanto a los especialistas es la desbordada voluntad expresiva del puente. Una voluntad expresiva que conforma íntegramente todos los elementos constitutivos del edificio. Estructura, instalaciones, acabados, cerramientos y por supuesto el espacio, se supeditan al impulso creativo inicial, obligando a realizar soluciones no convencionales para cada uno de los apartados. Mientras, de manera magistral, el hayedo del Pabellón de España consigue traducir su metáfora inicial a elementos tradicionales y reconocibles de la arquitectura contemporánea, el proyecto de Zaha propone una nueva definición en todo su lenguaje arquitectónico.
El expresionismo es incómodo para la crítica. Lo ha sido siempre. En cualquier época y en cualquier disciplina artística. ¡Cómo no iba a serlo en este momento de orgía racionalista o hiper-racionalista como gustan denominarla algunos! Obliga al crítico a recorrer un camino mal iluminado, carente de asideros y referencias, de la mano exclusivamente de aquello que el artista le haya mostrado (y que él haya sido capaz de percibir). Hace falta mucho conocimiento, pero también valor para entrar en ese mundo oscuro, donde los límites son más difusos.
Todos comprendemos una caja. Es más, podemos discutir largamente con qué piel debemos delimitarla y acondicionarla; o si debemos o no compartimentar su interior para generar espacios sugerentes; o cómo debemos orientarla para que sirva mejor a la función que le hemos asignado a la vez que la hacemos más sostenible. Puede que incluso podamos deformarla puntualmente para introducir una sorpresa tolerable en su configuración…
La caja construye una porción de universo que somos capaces de comprender en su totalidad. Un artificio en el que estamos cómodos y seguros, viviendo una ilusión de poder absoluto que elimina las incógnitas y los miedos. Un espacio en el que voluntariamente hemos borrado toda sombra de incertidumbre o de duda.
Lo que no me parece de recibo es la actitud de una gran parte de la crítica, supuestamente entendida, que intenta tapar sus propios miedos, descalificando estos genuinos intentos de encontrar nuevos caminos
Pero, tristemente para algunos, ni la vida, ni el universo, ni la arquitectura son cajas. O por lo menos, no son solamente cajas. Son mucho más complejas, mucho más amplias, mucho más ricas. Es lícita la actitud del arquitecto que construye con esa ilusión paralelepípeda para permitir a sus semejantes desarrollar parte de sus vidas en un entorno seguro y fácil. Pero también es lícito, y desde mi punto de vista mucho más útil y racional, el grito de otros arquitectos que no quieren aceptar una mentira ya reconocida y prefieren arriesgarse en la búsqueda de nuevos territorios.
Lo que no me parece de recibo es la actitud de una gran parte de la crítica, supuestamente entendida, que intenta tapar sus propios miedos, descalificando estos genuinos intentos de encontrar nuevos caminos, desde argumentaciones simplonas y tabernarias, más propias de una acalorada discusión futbolística que de cualquier otra cosa. Su profunda mediocridad, suavemente informada, les hace despreciar todo aquello que no entienden. No quieren entender todavía que la simetría no es mala en sí misma (esto lo han aprendido hace poco), sino que simplemente es una excepción extrañísima dentro de un infinito abanico de posibilidades no simétricas; no pueden entender que la recta también es una excepción (la más corta para llegar de un punto a otro) dentro de la multitud de líneas del espacio; no saben que el volumen de la caja es simplemente uno, muy peculiar de tantos posibles (muy simplón y pobre por cierto). Gracias a Dios ahora tenemos la tecnología y los medios para poder explorar todo un conjunto de posibilidades que hasta este tiempo nos estaban vedadas. Pero, ellos, como no las entienden, porque tienen mucho miedo, prefieren descalificarlas expresamente, o bien, en una forma más refinada de odio, ignorarlas.
Si por ellos fuera, seguiríamos en nuestras cuevas del paleolítico, no sé si con o sin fuego. Imagino que dependería de la sostenibilidad (por lo de la madera y el CO2, digo).
*Diego Fullaondo es arquitecto y uno de los directores del estudio IN-fact arquitectura.
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