BUENOS AIRES (ARGENTINA).- Esta ciudad, que fue poblada en su mayoría por inmigrantes europeos, contiene una diversidad de mercados para vender objetos, legado del pasado de familias que en algún momento se desprendieron de sus reliquias como consecuencia de los diferentes colapsos económicos que ha sufrido el argentino en distintas etapas del país.
Por lo menos, en este punto del planeta es común que la gente encuentre algún tesoro de la bisabuela sobre su velador, o dentro del vajillero, o en una esquina de la sala, que en situaciones de inestabilidad monetaria, o por no saber qué más hacer con ello, se pueda vender rápido en algún mercadillo que le solvente la necesidad inmediata. Por lo que objetos de mucho valor quizás han sido sacrificados por menos de la mitad de su precio, y estos van circulando dentro de los mercados, como una costumbre dentro la cultura del país.
Esto que sucede con el único objetivo práctico de vender y tener, en realidad esconde toda una forma de vida, una filosofía en sí misma. Quien sepa mirar, lo puede observar a primera vista en el Mercado de las Pulgas, en el barrio de Colegiales, que entre otras cosas demuestra su carácter multifacético, por la variedad de objetos y muebles que se venden allí de diferente época y origen: todo mezclado y armoniosamente desordenado.
Los vendedores ocupan cierto perímetro dentro de tres galpones entrecruzados por largos pasillos iluminados: uno junto al otro exhiben sus preciados tesoros como si aquello fuera una enorme embarcación detenida en el tiempo, y que después de haber recorrido mil y un puertos, al fin encuentra un sitio donde anclar para que el cliente encuentre todo aquello que llegó de un mundo lejano, que alguna vez tuvo un dueño y ahora otro, para luego continuar con lo que su destino proponga hasta el final de los tiempos. Son mercaderías que nunca pasan de moda. Se trata de todo aquello retro o antiguo, quizás viejo… que quedó al fondo del armario olvidado o lleno de moho, y que una vez en manos de los alquimistas del mercado queda transformado en oro.
El placer de comprar aquí dentro, no se siente por el hecho de encontrar piezas únicas a precios muy bajos, sino que es una forma de comprar sin saber bien qué es lo que uno va a llevarse. El que atraviesa el portal de este pintoresco recinto se sumergirá dentro de un submarino amarillo, o del Titanic, para llevarse un sillón, o una mesa, o un armario, o un florero, cuadro, espejo, candado, maceta, collar, pelucas, revistas, juguetes, latas, puertas, sombreros y mucho más. Y en cierto modo podría decirse que aquello que está expuesto atrapa al que pasa. La mecánica general es así: el cliente entra tranquilo, casi disimulado (cual fantasma) y puede hacer de cuenta que sólo entra para espiar, o como paseo, o llega muy decidido con el auto-engaño de creer que sabe lo que quiere, y resulta que al final es el objeto el que tiene vida propia y acecha al caminante convirtiéndolo en un comprador. Y suele suceder que, si por ejemplo, alguien va directo a un mantel de lino antiguo, al final sale por el portón con una incómoda lámpara de pie setentera naranja y verde que no sabe tampoco bien donde la pondrá. Seguro hasta se siente orgulloso por su descubrimiento inesperado, porque sin darse cuenta el comprador pasa a ser un explorador, pirata y regatero.
El placer de comprar aquí dentro, no se siente por el hecho de encontrar piezas únicas a precios muy bajos, sino que es una forma de comprar sin saber bien qué es lo que uno va a llevarse.
En esta época, donde el concepto comercial se limita a lo práctico, renovable, expeditivo con diseños masivos de formas rectas, quizás demasiado racionales y de 'simil-alma' (simil-cuero, simil-madera, simil-lana, simil-tela, simil-persona) en estos sitios se puede apreciar el valor de lo auténtico y aunque no se lleve nada, algo queda en la memoria del visitante y seguro querrá volver alguna vez. También se hace curioso y tentador observar el comportamiento de los que allí llegan y de los que dan vida al 'pulgas' (como se le dice): los vendedores juegan ajedrez, leen libros, escuchan tango, comparten mate y demás, mientras sus ojos con disimulo siguen el paso del buscador de tesoros (pareciera que nadie se entera de nadie).
El que pasea siente primero curiosidad y luego descubre el placer de encontrar en aquello que parece tener vida propia, una estética hipnótica, que inspira admiración o rechazo y se pueden apreciar creaciones artísticas y de minucioso trabajo manual, como bibliotecas de un siglo atrás con apliques de madera labrada a mano, con los detalles en bronce.
Entre tapiceros y restauradores también encontramos artistas que ponen su puesto allí y acomodan los precios según el día, la moneda del comprador y lo que cuesta a su alrededor. Pintores, escultores y extravagantes personajes como Tony del puesto 162, que se destaca como ninguno allí, por las rarezas de sus productos, muchas veces reciclados a objetos de exhibición, aunque su especialidad es hacer sombreros con toda la mezcolanza de cosas que va comprando: tazas con relojes, chapitas, cables, escarbadientes, sonajeros y demás objetos incombinables.
En este lugar no entra lo minimalista, el concepto del Mercado de las Pulgas pasa por llevarse variedad de objetos a precios económicos, que siempre se negocian. Eso sí… quien entra con la idea de vender debe revisar con lupa su producto antes de entrar, porque hay una regla obligada: no puede entrar una pulga al Mercado de las Pulgas. Aquí se puede comprar, alquilar o vender. La clave está en llegar a tiempo en el momento justo.
(Freire entre Concepción Arenal y Av. Dorrego / Autobuses 39 y 168/ Estación Ministro Carranza de la línea D de metros/ Abierto de martes a domingo de 10 a 19hs. Las compras se pagan en efectivo)
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