LONDRES (REINO UNIDO).- Al llegar a la altura del puente de Waterloo, el Támesis adopta una actitud diferente, como de calma, como quien se sienta en una butaca para ver una peli de cine. Será que intuye que el BFI anda cerca. El BFI es la filmoteca de Londres, los cines más prestigiosos. En su confluido bar se percibe algo de esta calma. Se escucha un bullicio de voces pero ninguna destaca por encima de la otra, como si fuera una única voz rota en muchos matices.
El ambiente es vibrante, alegre, sugiere. Un trompetista de jazz arroja su susurro plateado contra una oscuridad que no termina de caer. Enfrente, una pareja tomándose unos cócktails. Él, un muchacho de rasgos asiáticos, de unos 30 años. Ella, más jovencita, rubia, nórdica, deliciosa. Al fondo, en una de las mesas del restaurante, un grupo de amigos consulta los menús. Cuesta diferenciar los que han venido a ver cine de los que tan solo se encuentran, los que esperan a que empiece la película de los que ya la han visto. No hay prisas. En el BFI las películas empiezan un poco antes de que se apague la luz en la sala y terminan más allá de las letras de crédito.
Puntuales, al terminar la copa, el muchacho de rasgos orientales y la bella nórdica se levantan y, sorteando las mesas y las notas, caminan hacia la sala. Él es informático y ella estudia español. La sala tres se llena con cientos de personas. Impresiona ver tanta gente un miércoles a las nueve de la noche. El reclamo es una película semidesconocida de los años setenta, española, de Víctor Erice, ‘El espíritu de la colmena’.
En el pasillo queda un cartel con una niña mirando a través de un agujero. Más tarde sabremos que es la mirada de Ana Torrent en ‘La Colmena’. Junto a la imagen se lee ‘Spain (Un)censored’. Es un ciclo de películas que burlaron la censura española. Se exhibe en Londres tras haber triunfado en el Moma de NuevaYork y tiene un objetivo muy claro que resume Marta Sánchez, la comisaria de la muestra: «situar a Berlanga al mismo nivel que Godard». En total, 20 clásicos rodados durante el franquismo, de ‘¡Bienvenido Mr Marshall!’ a ‘Viridiana’, de Borau a Juan Antonio Bardem, de la tragedia a la fantasía.
La película empieza como un cuento, con un «Érase una vez…», y con subtítulos en inglés. Al principio parece que haya mayor presencia de espectadores ingleses pero luego una melodía delata a más de un español que no puede evitar tararear el «vamos a contar mentiras…». Después el encuentro en la orilla del río entre una niña y el monstruo Frankenstein, ella que lo mira como se mira cuando lo haces por primera vez, la tensa soledad de los padres, la interminable llanura castellana, el tren que nunca se detiene, los planos lentos y bellos, perfectos, de Erice.
Al terminar la película, la entrada de la sala se convierte en una hoguera donde arden pensamientos sobre la cinta. «No sé a quién escribía la madre». «Primero pensé que era su amante, luego su hijo muerto en la guerra». «Es alguien lejano». «¿Dónde está el pueblo de la película?». «En Castilla». «Nunca la acabé de ver por la tele en España».
Los espectadores se dispersan. Algunos regresan al bar para continuar la película con una copa. Otros salen fuera. Alguien dice: «el lunes viene Berlanga». «¿Aquí, al cine?». «Sí». El muchacho oriental y la bella nórdica abandonan el edificio, rumbo al metro, bordeando el río, como si en cualquier momento fueran a ver reflejado en el agua el rostro de Frankenstein que cree ver la niña de la película.
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